Ruinas de la Numancia romana.
Numancia es el nombre de una desaparecida población celtíbera situada sobre el Cerro de la Muela, en Garray, provincia de Soria, en Castilla y León (España), a siete kilómetros al norte de la actual ciudad de Soria. La resistencia de sus habitantes al asedio realizado por las tropas de la República de Roma bajo las órdenes de Publio Cornelio Escipión Emiliano El Africano Menor en el verano del año 133 a. C., que prefirieron suicidarse antes de rendirse a sus atacantes, ha pasado a la historia como ejemplo de resistencia, acuñándose en la expresión «resistencia numantina».
Su primera ocupación data del Calcolítico o comienzos de la Edad del Bronce, (entre el 1800 a. C.-1700 a. C.). Perduraría un asentamiento de la cultura castreña de la Edad del Hierro hasta el siglo IV a. C. La primera mención histórica de Numancia ocurre durante la expedición de Catón de 195 a. C. En el año 153 a. C. tiene lugar el primer conflicto grave con Roma, al socorrer a la población bella de Segeda (entre Mara y Belmonte de Gracián, en Zaragoza). La coalición consiguió derrotar a un ejército de 30 000 hombres mandados por el cónsul Quinto Fulvio Nobilior.
Tras veinte años repeliendo los continuos e insistentes ataques romanos, en el año 134 a. C., el Senado romano confirió a Publio Cornelio Escipión Emiliano El Africano Menor la labor de destruir Numancia, a la que finalmente puso sitio, levantando un cerco de nueve kilómetros apoyado por torres, fosos, empalizadas, etc. Tras trece meses de hambruna y enfermedades, agotados sus víveres, los numantinos decidieron poner fin a su situación en el verano del año 133 a. C. Algunos de ellos se entregaron en condición de esclavos, mientras que la gran mayoría decidieron suicidarse. La ciudad fue repoblada, posiblemente con pueblos celtíberos vecinos, y sufrió nuevas destrucciones durante las Guerras Sertorianas. En el siglo III comienza su decadencia definitiva, y generalmente se considera que la ciudad dejó de ser ocupada en el siglo IV d. C., aunque nuevos hallazgos sugieren un asentamiento visigodo en el siglo VI d. C.
En el siglo II a. C. Roma era la potencia indiscutible del Mediterráneo. Recién derrotada Cartago, al norte de África, los romanos se adentraban cada vez más en la península ibérica y gravaban sus impuestos a las tribus celtíberas de la meseta. No había rival capaz de hacerles sombra. ¿O sí? Una pequeña ciudad celtíbera de unos mil quinientos habitantes mantuvo en vilo al Senado durante veinte años de escaramuzas. Desde entonces utilizamos la expresión defensa numantina para referirnos a cualquier situación en la que el débil se opone al fuerte hasta las últimas consecuencias.
Para que Numancia se convirtiera en el paradigma de la resistencia heroica hicieron falta algunas casualidades. La primera, que sus vecinos de Segeda decidieran fortificarse. Los romanos lo tomaron como una provocación y los segedanos, que tenían su muralla a medias, corrieron a refugiarse tras los muros de Numancia. La segunda, que el ejército romano –abrumadoramente superior al celtíbero– contara con diez elefantes.
Publio Escipión el Africano obligó a todos, desde soldados a generales, a dormir en el suelo
Bastaron unas cuantas pedradas para que uno de los animales enloqueciera y sembrara la confusión, ocasión que los numantinos aprovecharon para contraatacar. Roma perdió miles de soldados. El 23 de agosto, fecha de la batalla, pasó a considerarse un día aciago. Desde entonces, Numancia fue un punto negro en el mapa expansionista de la República. Cinco cónsules fracasaron en sus intentos de conquista, los tres siguientes ni siquiera se atrevieron a acometer el asalto.
Por fin, el Senado decidió enviar a una leyenda viviente: Publio Escipión el Africano, el célebre destructor de Cartago. Más astuto que sus predecesores, Escipión arrasó primero a los aliados de Numancia para que la ciudad se quedara sin suministro de provisiones. Luego devolvió la disciplina a las tropas: expulsó a prostitutas y adivinos, requisó veinte mil pinzas de depilar y otros objetos de lujo y obligó a todos, desde soldados a generales, a dormir en el suelo.
Una vez tuvo a sus hombres en forma, les hizo construir en menos de tres meses una imponente obra de ingeniería bélica, concebida para que nadie pudiera escapar de Numancia. Rodearon la ciudad con una muralla y un foso de nueve kilómetros de perímetro. Unas trescientas torres de vigilancia, equipadas con catapultas, controlaban a los sitiados. Alrededor de la muralla se instalaron siete campamentos y dos fortificaciones. En el río, una cadena con púas cortaba el paso a barcas y nadadores.
Los numantinos burlaron el cerco solo una vez. Un jefe llamado Retógenes partió, con diez de sus guerreros, a pedir ayuda a otras ciudades de su tribu. Fue en vano. Nadie se atrevió a plantar cara a Escipión, salvo 400 jóvenes de Lutia. Pero los viejos de esta ciudad, temerosos de los romanos, denunciaron a los rebeldes y permitieron que les cortaran las manos como castigo. No había salvación para Numancia.
La ciudad se rindió en el verano de 133 a.C., tras once meses de aislamiento. El hambre había diezmado a la población, que, según la leyenda, se alimentó de carne humana. Muchos numantinos prefirieron poner fin a sus vidas y a las de sus familias antes que caer en manos de sus enemigos. El resto pasó a la esclavitud. Cuentan las crónicas que los romanos incendiaron las casas y sembraron de sal los campos para volverlos yermos.
Las primeras décadas del siglo XX fueron los años dorados de la arqueología numantina
Pero la arqueología sugiere que, en realidad, Numancia no tardó mucho en ser reconstruida y que siguió habitada por lo menos hasta la época visigoda (entre los siglos V y VIII). La cultura celtíbera se fundió lentamente con la romana, como demuestra la cerámica que se conserva, decorada con figuras geométricas y escenas cotidianas. Aquí es donde empieza la otra fascinante historia de Numancia: la de sus restos arqueológicos.
En busca de la ciudad
Hasta el siglo XVIII los eruditos no se pusieron de acuerdo sobre la ubicación de Numancia. Unos la situaban, acertadamente, cerca de Soria; otros dieron crédito durante siglos a un rumor medieval que la localizaba en Zamora. Las excavaciones en el actual yacimiento no comenzaron hasta el siglo XIX, coincidiendo con el auge de la arqueología romántica en toda Europa.
A estos primeros arqueólogos, la pasión por la leyenda les impulsaba tanto o más que el amor a la ciencia: buscaban, sobre todo, armas e inscripciones, objetos que confirmaran la heroicidad de los antiguos numantinos. El mito de Numancia era tan intocable que condicionó la mirada de estos científicos, llevándoles, a veces, a conclusiones precipitadas o erróneas. Las primeras décadas del siglo XX fueron los años dorados de la arqueología numantina.
La mayor parte de los restos que conservamos se desenterraron en aquella época. Se excavó intensamente con entusiasmo y método, pero ni siquiera aquellos trabajos estuvieron a salvo de interpretaciones ideológicas. En 1905 entró en escena el hispanista alemán Adolf Schulten. Su aportación fue tan fundamental como controvertida. Al cabo de un año de trabajar en el Cerro de la Muela, emplazamiento exacto de Numancia, se le pidió que abandonara el lugar.
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